XXII

REFLEXIONES DESDE LA CLANDESTINIDAD DE UN AÑORADO DIARIO
(Desde la "Puta Isla de Mierda", a veces, hasta los huevos de ella)

"VIAJE A MADRID (Parte I)

Después de cuatro meses creo que me he ganado el derecho a decir que estoy hasta los cojones de la Puta Isla de Mierda. El vivir en un lugar y chocar con esas jodidas experiencias que nos manda el Señor, o quien nos las mande, nos da cierta impronta para saber de lo que hablamos.
Cuatro meses, buff se dice pronto. Demasiado tiempo, demasiado expuesto. Y quizás, para mi gusto, demasiado intensos; decepciones, agobios, malentendidos todo eso ha sobrevolado por el ambiente. Pero también grandes momentos, pues no sólo es mierda todo lo que aquí huele. Y me quedo con eso, con los buenos momentos.
Porque hoy cuando cojo el avión un cierto lazo melancólico provoca en mí un honesto nudo, seguido de ese arrebatador sentimiento de todo aquel que sabe que aquí también deja cierta huella, traducida en buena gente.
Joder y sólo me voy seis días, que pasará cuando tome dirección a Las Palmas...

Es lo que te da vivir solo, ser partícipe de tu mundo, de tus decisiones, de tus alegrías, de tus decepciones. Sobre todo te hace estar más expuesto a todo, esa jodida sensibilidad que te hace percibir y pensar en lo más insignificante, provocando que el minuto o incluso el inútil segundo que pasa por tu lado, se sienta cada vez más temeroso a saludarte, porque nunca sabe como reaccionarás en ese instante.

Ese puto puzzle con infinitos fragmentos y múltiples posibilidades que es la vida, en ocasiones, no deja de ser algo de lo más agobiante.

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"VIAJE A MADRID (Parte II)"

En la terminal me siento dando la espalda a la gente y quizás al mundo, de frente a una ventana poblada por aviones con sus correspondientes pasajeros, los observo, todos abandonan la isla, todos con unas vivencias dentro de las infinitas posibilidades que nos ofrece esa línea que recorre nuestra vida, unos simplemente las aceptan, otros las sondean como meros observadores para más tarde o más temprano tomar una decisión que sólo les afectará a ellos, pues sólo tu eres testigo de tus actos, de tus engaños, de tu forma de ser y sus posibles consecuencias.

Primero sale el vuelo hacia Barcelona, desde la terminal cinco, la misma que me llevará hasta Madrid. Dos ciudades irreconciliables para una misma terminal, quizás tampoco seamos tan diferentes, sólo el vicio de unos pocos por separarnos, de crear un aislamiento basado en la hipocresía y el egoísmo, en un mundo que quieres gobernar haciéndolo a tu medida sin tener un mínimo respeto por los demás.

Meto la mano en el bolsillo derecho, palpo ese papel que me da el pasaje a un avión que me conducirá al lugar donde no tengo más que recuerdos interminables; junto al pasaje una pequeña cartera donde guardo mi agenda repleta de actividades, que si el dentista, que si el fisio, que si una caña con los colegas, que si las plantillas para correr… todo muy bien, sin embargo dentro de mí algo me dice que todas esas citas pendientes no son el verdadero motivo de mi viaje, pues de algún modo soy madrileño, y necesito Madrid con toda mi alma. Las putas calles asquerosas, el frío en los huesos, la lluvia, la ausencia de mar, el hastío y la indiferencia, el que nadie te conozca salvo los que tu quieres que así sea, las miradas furtivas sin esperar nada a cambio, el autobús repleto de gente, el Metro repleto de gente, las calles repletas de gente… y te pisan y tu les pisas, y ellos te miran y tu les miras, y no dices nada como así hacen ellos, una ausencia de malicia justificada en el mínimo contacto, en un respeto algo extraño pero a la vez ciertamente comprensible.

Necesitaba salir de aquí, lo necesitaba.

Voy al servicio a mear, aguanto lo más posible, pues en cuanto apague el portátil este quedará cerrado, como en ocasiones lo están mis sueños, como lo suelen estar mis esperanzas…, para sólo abrirlas cuando llegue a casa.
Ya en el servicio mientras me lavo las manos tras el sumo acto de descarga, vuelvo a comprobar ese extraño trabajo que el peluquero de moda en Ibiza, el tal Antonio B, ha hecho sobre mi cabeza. Sinceramente no entiendo su arte, un “corte moderno” decía el menda, sin embargo quizás mi estilo se haya anclado tras una tradición cada vez más insulsa y anticuada, pues aunque parezca mentira para cuatro pelos que tengo no se como peinarme. Y lo peor de todo no es eso, pues entre esa recién cortada maleza todavía atisbo ciertos claros fácilmente distinguibles y es entonces cuando sigo sin comprender esa modernidad reinante que no es capaz ni de apagar esos viejos rencores que nos hacen odiar a muerte esas entradas que no son más que el preludio de una rastrera calvicie.

Me siento en el avión, en un suelo sucio, repleto de papeles, servilletas, una botella de plástico ya vacía y multitud de bolas de papel albal; no entiendo nada, pues mi billete era para un avión de pasajeros y no para una pocilga repleta de puercos. “Cosas de la vida”, pienso, mientras con mi pierna derecha intento apartar todo objeto extraño que me familiarice con los cerdos. El despegue se retrasa, mientras leo un nuevo libro de Bukowski sin inmutarme, pues me conformo con el hecho de que los motores se encuentren en mejor estado de lo que lo está ese habitáculo en el que permanezco sentado.

Y por fin tomamos aire, sin balancearnos, de forma suave, mientras leo un nuevo poema y subrayo lo que creo importante. Observo a los pasajeros, muchos parecen haber sido derrotados por una nutrida resaca, los hay con los ojos caídos casi muertos, los hay que duermen mientras esconden una frialdad casi encomiable y luego están los que gritan mientras se despachan en una respetable apología a los “cierres”. El cierre de Pachá, el cierre de Amnesia, el cierre del Bora-Bora y el cierre de una puerta más en su vida de la que quizás algún día sientan añoranza.
Observo como el pasillo está repleto de más y más gente, acuden una y otra vez al escondido baño que sobrevive ante tanto visitante. Desde la megafonía nos aconsejan que por seguridad permanezcamos sentados, sin embargo nadie hace caso, y el libre albedrío por un momento llega a convertirse en una asimilable anarquía en el que cada uno parece desfilar y hacer lo que le sale de los cojones. Así es el avión de los “Cierres”.

Sigo leyendo, de forma pausada, con unos ojos ya cansados por las letras y por tanto extraño grotescamente familiarizado, más desdichados de la fiesta, más seres inertes victimas de un pasado ahora reencarnado por esos jodidos efectos secundarios.
Mientras cierro el libro a mi compañero de asiento le suena el móvil, contesta, sonríe y habla con su interlocutora, desde la otra línea se oyen las palabras mientras que desde una megafonía más cercana recomiendan desconectar todo aparato electrónico. Pero todo es inútil en un avión que ya ha cerrado ordenes y discotecas, consejos y fiestas, moralejas y posibles consecuencias; pues como viene siendo natural en el vuelo de la vida cada cual hace y deshace a su manera, pues quien gobierna y desgobierna poco puede hacer si cuenta con uno, dos, tres y hasta más de diez que hacen lo que les sale de los cojones.
Así es el avión de los cierres, así es un peldaño más en la vida de cada persona, que por suerte o desgracia, desgrana experiencias junto a extraños compañeros de viaje.

Y por fin llego al metro, con ese amasijo de gente que te perturba, te agobia y te somete; pero esta vez el vagón no va muy lleno. La línea 6 cuenta con un vacío respetable en forma de asientos libres, en forma de contados personajes.
El Metro es Madrid visto a través de las callosas manos del currela que comparte tu asiento, del oficinista que se levantó a primera hora para mostrarnos unos ojos vidriosos cercanos a un triste y desdichado rojo, del padre o la madre que soportan una familia a costa de los intensos dolores en una espalda cada vez más ancha, de los estudiantes de sonrisa fácil todavía repletos de sueños e infantilidades, de las parejas que se besan un instante tan lento como eterno, de los que duermen para alejarse de la realidad más asfixiante… ese es el Madrid sincero, el que nos muestra el mundo alejado de apariencias, el que nos muestra el drama de la realidad hecho vida y sentimiento.

Y por fin llego a mi parada, la que he esperado gran parte de mi vida, la de una casa sin problemas, la de un espacio donde la realidad no esté tan alejada de mi fantasía, la de algo por lo que luchar, la de la dulce utopía. Pero antes en el bar de la esquina cuatro coches de policía se detienen para conversar con dos borrachos que hacen su propia fiesta, mientras la lluvia cae intensa y cruel sobre nuestras cabezas. El semáforo se detiene en un intenso rojo mientras desde la otra acera observo la escena, esto es el barrio, pienso. Y de algún modo cierta nostalgia me atrapa por un momento, sólo un momento, pues al rato sigo andando, mojado por una vengativa lluvia que no olvida la traición de uno de sus miembros, un karabanchelero que hace casi un año decidió buscar una nueva vida en otro cacho tierra, en una “Puta Isla de Mierda”

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