Documentos Inéditos (XIII)

08/07/10 DIARIO DE UN IBICENCO
(From Ibiza with Love – Tribute Lisbeth Salander)

Vivo bajo la intensa armonía de una soledad subtitulada, escondida bajo un guión en forma de diario que muestra todos mis pasos, todos mis errores, mis vanas esperanzas, mis desilusiones pero también todo lo contrario pues estoy cogiendole el gustillo a vivir solo, a la simple idea de poder hacer lo que quiera. Y ya era hora. Me encanta disfrutar de la virtud de poder elegir un camino por el que seguir sin que ello implique hacer daño ni a mi ni a los que me rodean, pues trato de adoptar el papel del inocente que sólo busca disfrutar al menos unas horas que hagan a ese día distinto de los demás. Unas horas de felicidad, de buen rato, de no estar a disgusto.
Y hoy toca una nueva excursión con dirección a Sa Caleta, esa pequeña cala con piedras y montículos formados por ese barro tan apreciado por un segmento de la población, hasta el punto de embadurnarse todo su cuerpo con esa rara sustancia de color mierda.
Pues sí, porque una vez que el barro te ha hecho suyo no eres más que un zurullo andante, con dos piernas, dos brazos, dos manos … y con decenas de organos. Es cierto que por un lado seguimos perteneciendo a la raza del hombre pero por el otro no somos más que mierda, mierda a simple vista y no escondida. Mierda andante.
Posiblemente la humanidad por nuestras acciones siempre hemos seguido la senda de la mierda, pero cabe decir que tan a simple vista, tan de frente nunca hemos estado tan familiarizados con la familia de los excrementos, es más la mierda que he vaciado esta mañana bien podría ser prima hermana de alguno de estos que hoy se frotan la espalda.

Lo primero que hago nada más llegar a la playa es embadunarme no con esa mierda de barro sino con el protector solar que ronda mi cabeza, pues no quiero quemarme, no quiero sufrir el lento despegue del calor tras tumbarme, no quiero que de mi brote ese ingrato colorao pues sólo quiero el color rojo cuando gane España el Mundial que tanto nos hace falta. Rapidamente entro en el agua, con mi amigo el equipo de snorkel, unas gafas y un tubo algo estropeado.
Por eso cuando me zambullo no hago más que tragar agua. Veo peces de lo más extraños, algunos iguales otros diferentes, pero todos rondando las rocas en busca de sus preciados alimentos; juntos, acumulando desgracias, cercanos a la avaricia por el ineludible alimento; al final todos acudimos al mismo lugar, como animal de costumbres cada uno de nosotros forjamos en hierro un rutinario epígrafe bajo la idea que no estamos alejados los unos de los otros más de lo que queremos nosotros mismos.

Me quedo con una instantánea que sería permanente si no fuera por ese puto tubo que escapa de la honrosa verticalidad con la que es capaz de luchar contra un agua que entra sin permiso por su interior tomando la dirección que la conduce a mi boca; el continuo soplido para achicar lo imposible, el agua sube pero no es suficiente, pues su parco y caído interior es toda una debilidad que propicia el goteo incesante de un mar que continuamente bebo. No hay paraíso sin sufrimiento.
Finalmente decido salir y posponer ese festín de agua salada hasta no tener un nuevo tubo con el que entretener aquellas horas que no tienen dueño.A las dos y pico levantamos el fuerte, el calor se hace insufrible, no hay quien aguante esas putas brasas importadas del mismísimo infierno.
Recogemos la sombrilla, las gafas, la toalla, en resumen todo el kit de playa, y ya el pisar la arena supone la horrenda quemazón en las plantas de unos pies que piden a gritos un digno retiro a un eden no tan soleado. Sin embargo todavía los inconscientes recogen los pedazos de su última locura, pues los hay que siguen tumbados frente al sol sin una pobre sombrilla bajo la retaguardia. Me da miedo de pensar en las horribles consecuencias de una decisión con factura de por medio, pero por desgracia sin un sencillo remedio. Ante tal panorama optamos por comer en el glamouroso y único restaurante que bordea la frontera entre el descarnado avance de las altas temperaturas y la sombra más prospera que un humilde mortal puede disfrutar.
Construído en madera, por el precio de la comida podríamos profetizar que la crisis no ha tomado tierra, sin embargo el lujo de sentir el aire frío golpeando tu espalda bien merece la pena.Sin embargo bajo su apariencia el restaurante esconde cierta desesperanza cercana al engaño, postrandose al turista, arrodillandose sin demora, riendole las gracias en todo momento, dando la impresión de una dependencia casi insultante a un verano cargado de insolencia. Pues no entiendo ese aparente caché con el que tratan de impresionar si luego abren las puertas a todo turista que sin camiseta no tiene reparos en cruzar la puerta. Nunca he estado a favor de reservar el derecho de admisión pues esta medida no es más que una plaga de innumerables injusticias que convierte al fuerte en algo tan ingrato como insultante, sobre todo cuando sólo busca humillar las debilidades de personas que sólo quieren entrar en aquel lugar.
Sin embargo lo que se presupone a veces no es cierto y la carencia de ese algo, concretamente la educación, puede ser tan chocante como nefasto. Pues sólo hay que ver a esos turistas sentados, carentes de un alma perdida tras esa camiseta, mostrando sus salvajes lorzas en estado puro, a la vez que innumerables gotas de sudor caen desde su frente, desde los pelos de sus sobacos, desde el bosque salvaje que nace tras su espalda, para golpear contra esos majestuosos pliegues que brotan de su tripa con el desparpajo de un niño de cuatro años y finalmente acabar sin pudor sobre esa mesa que ya es toda suya, pues ahí vive su sudor en pequeños charcos cargados de hedor y mala educación.
Pues como una infame comedia ahí estan esos enajenados sudorosos que muestran una absoluta deslealtad por el prójimo, esos personajes malsonantes como el italiano que detrás nuestro grita cuando habla, sin reconocer que su conversación quizás no sea del interes de los demás. Quizás por eso, todo sobreviva bajo un frágil guión en el que reir las gracias no es más que postrarse al mejor postor, sin embargo la dignidad de un local no tiene porque estar unida a la condescendencia del todo vale mientras el vil metal esté sobre la mesa, pues quizás falte un director que haga del orden algo loable, tras un intercambio de personajes, con cambios en el guión, con un nuevo vestuario y con el orgullo de que esta isla de la que formamos parte no es una puta de la que aprovecharse, ni un condenado castigado a recibir continuos latigazos.
Pues de vez en cuando la satisfacción por el orgullo más indefenso no tiene porque ser un obstáculo si lo que se pide es loable, si un mínimo decoro te conduce al sincero entendimiento. Y llega nuestra comida, gazpacho y bullit de Peix todo perfecto, exquisito diría yo, bañado por sangría como emanan los remedios. De postre café con hielo más una deliciosa invitación a pagar sesenta euros por barba. Sin embargo merece la pena pues tras zanjar nuestra cuenta nos invitan a terminar nuestras bebidas en una deliciosa terraza. Tumbados sobre unas acolchadas camas escuchamos a Bob Marley y sus proclamas sobre el amor, la paz, la solidaridad con la sensación que todo sería más bonito si la teoría rompiera todas aquellas barreras que la distancian frente a cualquier puesta en practica.

Cuando el sol nos da otra oportunidad regresamos a la playa, para volver a tragar agua salada con ese sufrido tubo que pide a gritos una urgente repación o un deseado retiro a lugares más tranquilos en los que no tenga que soportar los continuos desvaríos de un sonambulo que busca zambullirse para esconder sus aburridos problemas, junto a unos inverosímiles peces que a simple vista nadan y viven sin problemas, quizás por ello no tienen que estar pendientes de ponerse y quitarse la camiseta.
Una vez sobre la toalla lucho contra la pesada carga que supone llevar a cuestas ese bullit de Peix, pues la digestión no es más que una lucha entre el bien y el mal con horribles consecuencias. El permanecer tumbado no es más que encontrarse maniatado frente al fulgor de la batalla que desde el estómago se hace eco mi garganta.
Todo un trabajo de orfebrería acabar con el costoso alimento; al menos para distraerme junto a la quieta silueta de mis remordimientos tengo la imagen de una hippie ataviada con un minusculo tanga que a modo de museo deja libre un glorioso culo para que una mirada fija procedente de mis ojos se quede ahí, fija y soñolienta. Y no será hasta que el sol decida ponerse no hasta arriba sino hacia abajo, como caían las inmundas gotas de sudor de los comensales del ya olvidado restaurante, cuando recuperemos la conciencia tras la dura batalla entre estómago y un olvidado valor para incorporarse, pues toca regresar a casa agarrando la rutina por el puño y soñando con el más allá que ofrecen las palabras.

El rutilante devenir de esta isla nos da la oportunidad de ser testigos de excepción de una vida con distintos paisajes que forman el abanico de cartas que da color a tu experiencia. Pues si del desesperante paso de los días somos capaces de coleccionar segundos, minutos e incluso horas de las más agradables vivencias, tus pasos llenarán los bolsillos de tu corazón con aquellos recuerdos de más provecho.
Por eso tras bañarme, me preparo la cena y caigo en el interminable sueño de la noche con el nuevo día ahí presente, llamando a mi puerta, para que le abra más tarde que temprano.

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