05-06-10

05/06/10 DIARIO DE UN IBICENCO
(From Ibiza with Love – Tribute Lisbeth Salander)
Un nuevo día y una nueva herida de guerra, sobresaliendo de mi codo un nuevo grano hace las delicias de cualquier amante al alpinismo, asemejando la más inexpugnable de las montañas, con un pico que supera los diez mil metros de altitud, no tengo más remedio que acudir a una pomada con forma de bolígrafo que según las instrucciones hay que aplicar circularmente sobre la zona afectada. Al principio notarás un fuerte escozor, pone en el prospecto, no te preocupes eso es bueno pues significará que está haciendo efecto. Pasearemos por el purgatorio antes de alcanzar el cielo, aunque parezca que nos encontremos en el mismísimo infierno. El grano alcanza el sumo color rojo, enojado grita toda clase de improperios pues sólo desea una lucha frente a frente, odia los artilugios del hombre, anclado en el pasado sólo respeta los puños, la rabia y el hedor de la sin razón. “Que te calles, hombre”, le digo poniendo las cosas claras, pues sólo es un puto grano de mierda resultado de esos jodidos mosquitos que habitan la puta isla esta.
El antídoto este de los cojones parece calmar a esta fiera que llevo dentro, anestesiado ya no grita, como drogado ya no deambula entre picores, sudores y continuos reproches. El hombre hace uso de su inteligencia, en mi caso a veces me sorprende encontrarla entre el olvido de esos vacíos estantes superados ya por el polvo del hastío, pero ahí está esperandome con un cigarro y un libro en la mano:
- “te estás jodiendo a ti misma con el puto humo del tabaco” -, le digo
- “Como tú al no utilizarme”- me contesta

Y es entonces cuando callo, reconociendo mi tendencia autodestructiva, más basada en la suerte que en la propia sapiencia. Pues no soy más que un ser dominado por las emociones, alejado de esa razón, que no es más que una sin razón, de la que presume el hombre. El ser racional encarnado en el hombre, una polla como una olla, acaso entra en la razón dejar morir de hambre a nuestros semejantes, robarnos, matarnos, todo ello fruto de una desconfianza ciega que atraviesa nuestros corazones. La envidia y los siete pecados capitales todos encarnados en el hombre. Por eso prefiero las emociones, los altibajos, ahora arriba mañana abajo, el fruto de los deseos, la intensa espera con esa decepción más o menos llevadera. Pero que me dices de las alegrías confesadas, de la felicidad no buscada, aquella que te espera mientras recorres el sendero de la vida entre espinas y matorrales, entre riachuelos de júbilo, unas veces a contra corriente otras siguiendo el instinto de los lamentos, el preambulo de la melancolía basada en el riesgo, cuando la felicidad se hace tu amiga y comparte todas tus risas.

Acudo a pedir cita a la peluquería, para observar como el puerto sigue vivo bajo el acogedor sol de la mañana. Los estantes de los puestos permanecen en el mismo sitio que los dejé, las mesas y sillas continúan vivas, mientras las calles parecen pobladas por otra público menos exigente, el relevo es un hecho, el ansia animal contenida en el hombre parece que descansa, nace con la noche para sumergirse en una puesta de sol bajo el calor de la mañana. Y es cuando paseo con las gafas puestas y el sónido de unos cascos que desprenden música por todo mi cuerpo, algo de Massive Attack, algo de Springsteen, algo de Van Morrison todo vale durante estas primeras de verticalidad y reconocimiento.

Regreso a casa para remover la luz de mis recuerdos, un nuevo libro de Bukowski, un nuevo bañador, las chanclas y unos zumos, todo preparado y listo para entrar en la boca de esta bolsa de playa. Una comida tan rápida como dispar, ajo, cebolla, tomate, pasta, judías, setas, pimientos todo removido con esa cuchara de madera que sólo busca la integración de tanto desemejante, a fuego lento con su inútiles diferencias como última voluntad se dan la mano y hacen las paces. Una tortilla francesa y hago algo de postre, todo preparado tras un salvador café con hielo, para salir por la puerta rumbo a donde el abismo se acaba, donde el más allá rompe con su insulsa razón de ser y donde el infinito rompe con sus ideas. No es otro lugar que la Cala San Vicente, ese lugar que no da lugar a nada, pues más allá de la nada como dice la palabra no hay nada.

Llegar a Cala San Vicente es sentirte privilegiado de no estar rodeado de la más absoluta inmensidad humana, espacios y espacios vírgenes donde extender la toalla, sentarte con un libro, tumbarte desafiando al sol, escuchar música a traves del Ipod, todo bajo el aceptable confort de una mínima multitud.
Delante de mí una inquietante pareja, ella una despanpanante rubia, sentada leyendo un libro, pasa las hojas apoyada contra una tumbona sobre la que se sitúa él, escondido bajo una montaña de dos metros, con más altitud que mi grano, con más altitud que cualquier castillo de arena, no se le ve su cabeza, dudo pueda levantarse e incluso sentarse, mueve su cabeza a un lado y hace fuerza con los brazos, el esfuerzo de la escalada, el esfuerzo de esconder la tripa, por fín se sienta pero no se levanta, la tripa parece haber ganado la batalla.
Una familia se mueve por la orilla, continuamente hacen fotos, la más pequeña la utilizan de conejillo de indias, hacen una torre y ella se sube arriba; otra foto y ella es la que se sube encima de los hombros; una nueva foto, la cogen por un pie y un brazo y simulan el lanzamiento de disco dandola vueltas sobre ella misma. De nuevo otra foto, la cogen de los pies y estiran hacia arriba obligandola a hacer el pino y es entonces cuando me doy cuenta que estoy cansado de ver hacer tantas fotos, de tanta prestidigitación y de tanto equilibrismo, pues quizás nunca he sido gran amante del circo.
Entro en el agua, de un apacible y sincero frío provoca que acto seguido el cuerpo se habitúe a este nuevo habitat. Pero no nado, ni siquiera me adentro pues en la mismísima orilla algo me pica, como una planta simulando una ortiga. Un leve pinchazo con un molesto picor y es por ello por lo que me salgo. Con pie en tierra vuelvo a sentarme en la arena y a observar estas nuevas heridas de guerra. La isla me manda sus saludos con una avanzadilla, la muy puta ha ordenado a sus tropas situadas en la puta Cala de San Vicente que me den un aviso por mis continuos insultos, mis constantes deaires y mis múltiples amenazas. Se que me observa, he sido débil cayendo en la rutina, conocía mi paradero, aquí en el culo del sumidero donde la gente escapa de la masa encontrandose con sus fantasmas. Me unto la puta pomada en forma de boli sobre un pie al que le han brotado unos cuantos granos, dignos de unas más que notables punzadas. Como decía el puto prospecto a mi llega el dolor más intenso para después encontrarme con el somnífero que da este líquido elemento.
Me tumbo y sigo leyendo el libro de poemas de Bukowski “La gente parece flores al fin”, ojalá pudiera decir yo también eso, pues significaría que por una vez estoy en paz, conmigo mismo y mis fantasmas.
Me monto en el “OLO” y tiro hacia el gimnasio, me toca pagar tres meses, consecuencias de la ingratitud del paso del tiempo; tras aparcar una sesión de pesas sin peso, un contrasentido más en una vida perdida y encontrada al mismo tiempo. De fondo más y más música electrónica a un volumen desorbitado, pues ya pasando las estrellas, la luna y todos los planetas del jodido universo ¿a dónde más puede llegar el puto ruído de esta jodida música de mierda? Me doy un baño en lo único que parece salvar el orgullo de este gimnasio, esos limpios e inmaculados vestuarios.

Regreso a casa para encontrarla tal y como la dejé, ni más limpia ni más sucia, el vivir sólo no te da sorpresas sólo la más y absoluta realidad del medio. Una cena a base de ensalada y fiambre, sin que ello suponga encontrar a nadie muerto. Me echo en la cama y estiro las piernas, sigo leyendo “Escritos de un viejo indecente” de Bukowski mientras dejo atrás el edredón como otro recuerdo más de aquel duro invierno, que gracias a Dios parece tan olvidado como muchos de mis lamentos.

0 comentarios:

Publicar un comentario