Vacaciones en mi ciudad

Desconectando en Madrid, o al menos eso intento mientras la loca marabunta me empuja al rincón mas escondido de un viejo vagón de Metro. Así es esto, prisas y más prisas y por cada paso un nuevo infierno. Todo el mundo recorre los pasillos como idos por el reflejo del miedo al castigo de llegar tarde, y yo me pregunto, llegar tarde a que.

Me considero un privilegiado mientras miro los escaparates, mientras toreo a las prisas con el capote de la desvergüenza, con ingeniosos requiebros y con la sonrisa vengativa de aquel que no se acuesta con el escalofrío que nos recorre a destiempo, apresurando nuestro paso mientras la manecilla del reloj ataca nuestros nervios, por la tardanza del autobús, por las múltiples paradas del metro, por las destartaladas escaleras eléctricas, por los continuos choques con la más extraña gente, que tan resignados muestran su humillación. Pues no son más que esclavos de la precipitación, de la fugacidad de un día que se escapa de las manos inconscientemente, aplastándonos sin decir nada.

Sólo una chavalita parece ausente de todo, tras sus cascos una canción que comparte con el vagón mientras sacude el ritmo levantando su pie a modo de victoria, pues ella a su manera pisotea el lastre de la mesura, no hay porqué disimular la victoria sobre las prisas que azotan el mundo. Sólo un baile es bastante para hacer del día algo diferente y gratificante.

La lluvia cae a modo de bienvenida, no me siento ni mojado. Tampoco sufro el desazón frustrante de la humedad, simplemente me deslizo entre unas calles abarrotadas de más y más gente. Eso es Madrid, la antitesis del aburrimiento, el contraste con el inacabable bostezo ibicenco. La ciudad que nunca descansa, el abanico del variado ocio en un paraíso casi perfecto. Pero quien busca la perfección.

Un centro comercial más, este sobradamente conocido, la FNAC. A modo de imán me llama, me hace suyo mientras subo sus escaleras una vez más. Es entonces cuando reparo en sus libros, hojas y hojas de autores más o menos conocidos. Siempre hay gente, pienso. Eso es Madrid, almas y almas casi idénticas. Nada es un desierto. Me acerco a la sección de comic y ahí estoy yo. Lobezno, CIVIL WAR. Faltaría más. Otro comic mío para que los de MARVEL disfruten de su juguete herido. Pues nada entre la cafeína y la cruel sonrisa de la eternidad escrita y dibujada leo cada una de sus viñetas.


Y el tiempo pasa y mi terapia funciona, pues respirar Madrid me retrotrae en el tiempo bajo el orgullo de un ancestro pasado que no supone un obstáculo, pues consigo controlar la dosis de dependencia absoluta que tengo a estas calles nada vacías, a este grito de humanidad casi descontrolada por las prisas, a esos estantes de tiendas, de gente de todas las edades y colores, a esa vista cada vez más familiar que ojala me pudiera llevar en un bolsillo para agarrarla en aquellos momentos que caemos al vacío de la desgana.

El toxicómano se recupera con esta milagrosa terapia. Esnifando Madrid, comiéndomelo en un bocadillo de calamares, recorriendo el centro peatonal, pisando fuerte el suelo que me sostiene mientras veo gente y más gente. Mientras fotografío cada instante. Pues desgraciadamente he olvidado todo eso. Había olvidado lo que era la gente, lo que era Madrid. El apagón neuronal de una melancolía ibicenca me mantenía en el limbo del mal llamado olvido, hipnotizado en esa deshabitada isla que vive de las apariencias, de ser sectaria y clasista al mismo tiempo, de elevar la gilipollez al trono de la desnudez, esa zona vip donde sólo acuden soplapollas que no tienen otra cosa que hacer más que fardar de la propia desfachatez. Pues yo soy de esta maravillosa isla, dirían. Pues yo soy de un barrio bueno, también dirían. Y yo les contestaría: “Y yo de Carabanchel, no te jode”.

Y les mandaría a tomar por culo, que menos. Para tomarme una cerveza como Dios manda, para pagar lo más justo o lo más cercano a una oferta objetiva, para pagar un módico precio en el alquiler de nuestras vidas sin tener la sensación de deber

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