Hay un momento en el que cierro los ojos y parece que todo va a cambiar, en esa oscuridad tan familiar como molesta, en ese impoluto camino de sombras, en ese auto infringido letargo, pero todo es fruto de una sensación, tan cruel y sucia como cualquier secreto violentamente robado de nuestros sueños.
Un jodido engaño pintado de negro con el que evadirte por unos momentos y que inexorablemente va unido a un movimiento autómata, casi reflejo de la misma mano que sostiene mi frente, aquella que acto seguido sigue su camino, subiendo y subiendo como cualquier caricia fúnebre en una procesión quizás demasiado triste como para acabar presa y atada a esa mata de pelo que todavía puebla mi cabeza, esa hermosa heroína que por el momento parece sobrevivir a la curiosa espuela del resentimiento.
Pero mis ojos tienen que abrirse tarde o temprano al paso del tiempo, al agobio del mundo, al sin sentido de la inmensa mayoría de nuestras acciones y acabar con este delicioso letargo que me hace escapar del mundo y de mi mismo, a través de los más oscuros callejones.
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